Hace calor. Un calor agobiante, asfixiante. Un
calor que espesa el aire, lo hace sólido, tangible y con esa sensación casi
claustrofóbica de que algo me rodea, me oprime… de que cuesta respirar
porque cada bocanada que llega es menos fresca que la anterior y el recorrido
del aire hasta los pulmones se hace más lento y pesado.
Así y todo estoy aquí. En mi estudio no tengo
aire acondicionado, en la zona común de la casa sí, pero he preferido acogerme
al refugio que me ofrecen mis cuatro paredes atestadas de libros y sustraerme a
la cantinela hipnótica del ventilador, más por oírlo que por el frescor
que me aporta.
Sí, hoy necesitaba refugio: mi espacio, mi
rincón, estos pocos metros cuadrados que son auténticamente míos y que de un
modo u otro son absolutamente yo.
Aquí descanso rodeada de todos mis amigos,
esos que nunca fallan, esos que te siguen donde vayas: Los capitanes
Aubrey, Achab y Alatriste, Harry Haller, Kurtz, Martín Marco, Justine,
Aragorn… está también La Maga, Ignatius J. Really, D’Artagnan y Alicia muy
cerca del Principito y de Peter Pan, Cyrano… y más allá, Vronsky, Sinclair,
Werther… En fin, están todos ahí, dispuestos a acompañarme cuando les necesito,
decididos a no permitir que me sienta sola.
A su lado, en una estantería distinta para que
no se alteren con las luchas, los amoríos, las guerras y las batallas navales,
descansan los poetas. Silenciosos, pero presentes por encima de todos los
demás. Amados, respetados, venerados en algún caso.
Solo uno se ha atrevido a moverse de
su sitio: Sobre la mesa, frente a mí, entre una foto de mi princesa y una
placa de la Ruta 66, un audio libro de García Montero: una edición de su
Antología Personal que llegó hasta mí cruzando varios cientos de kilómetros,
hasta donde sabía que se le esperaba.
El calor va en aumento, pero ya apenas me
molesta, empieza casi a confortarme, empiezo a sentirme abrazada, arropada.
Casi feliz.
Quizá porque estoy paseando y recreando mi
mirada sobre los estantes que me son tan queridos, que guardan mi memoria junto
a los miles de páginas atesoradas en ellos.
Esa memoria que es una amalgama de recuerdos,
fetiches, regalos y homenajes: los retratos en azul que dibujó Saladino, el que
dibujó mi princesa hace ya tanto, otro que adoro en el que vuelo sobre una
escoba con una media sonrisa divertidísima; un mini tapiz indio que me trajeron
desde Perú y que JAMÁS me gustó, pero que colgué frente a mi mesa y ahora
sería incapaz de deshacerme de él; mi cubo de Rubik, siempre a medio
hacer; mis plumas, alguna ya con una cierta edad y que dudo que escriban,
pero tampoco saldrán nunca de su pequeño mueble de madera; más allá, y dentro
de mi colección de rarezas, varias barajas de Tarot, algunas
procedentes de sitios tan dispares como Nueva York y Alemania; mi enorme
bote de canicas (qué obsesión con las canicas, las esferas, las burbujas…)
y detrás de mí, más accesibles, más cercanos, más míos, algunos de esos
objetos que me hacen cruzar constantemente la frontera entre el frikismo y la
nostalgia, entre el coleccionismo y la melancolía porque de todo ello rebosan:
un frasco con arena del desierto; un busto de Groucho Marx; una figura totémica
que llegó desde México; un Gort (mi Gort) que me mira atento a punto de
descender de su nave espacial; una colección completa de figuras de plomo del juego
de rol del Señor de los Anillos; los dados para los juegos… Y no
he mencionado aún a mis casi cincuenta brujas de todos los tamaños,
formas y aspectos; ni mis espadas de más de un metro de hoja que me
cuestan una advertencia a todas las visitas, porque la tentación de tocarlas es
enorme…y el peligro de cortarse también.
En fin, mil y un objetos de esos que una
abuela con plumero eliminaría en un tris: "trastos inútiles que sólo cogen
polvo".
Y sí, es posible que atraigan el polvo como un
imán, pero bajo ese polvo reposa una pátina de historia. La historia de cada
uno de ellos, de cómo llegaron hasta mí. De quien me los regaló: quien estaba
en Alemania y recordando mi obsesión por los Ginkgos me compró una hoja de
plata; qué personas fueron las que se fijaron en mi expresión al ver una foto
minúscula en un libro y buscaron por todas partes una reproducción para
enmarcármela o quien buscó un pisapapeles de cristal exactamente como yo lo
quería.
Sí, acumulan polvo, pero ese polvo no tiene
precio. Ese polvo invisible, microscópico, inevitable, polvo de estellas
al fin, flota ahora movido por mi ventilador y roza suavemente los lomos
de papel que ocultan a Antonio Gala, a Miguel Hernández, a Milán Kundera o a
Jorge Wagensberg. Pasa después por sobre la figura del elfo Legolas y se posa
en mi pluma de faisán, junto al tintero de color sepia y de ahí vuelve a
levantar el vuelo caprichosamente hasta enredarse en mi pelo dejándome rastro y
memoria de todos ellos. Acompañándome en esta noche calurosa y solitaria.
Ese Polvo de Hadas, mágico como aquel que
Campanilla esparcía alegremente, puede hacerme volar. Y a mí, como a Juan
Salvador Gaviota, volar me da la vida:
"¡Podremos ser libres! ¡Podremos
aprender a volar!"
"Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus
días solo, pero voló mucho más allá de los Lejanos Acantilados. Su único pesar
no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria
que les esperaba al volar; que se negasen a abrir sus ojos y a ver."
(Juan Salvador Gaviota -Fragmentos- Richard Bachman)